Apenas rebasaba los siete años, no era de los más traviesos, pero, niño al fin, y con una bicicleta “heredada” de mis primos mayores, salí a la aventura de la calle.
Poco duró la felicidad. Al segundo o tercer día, una caída terminó con las carreras. Ella, no sé cómo, se las ingenió para limpiar cada rasponazo y, a la vez, soportar mis alaridos. No tardó en darse cuenta de que el dedo pulgar de la derecha se veía mal. Trató de comprobar su estado y el chillido se escuchó en toda la cuadra.
Nos esperaba el hospital. Con rapidez detectaron una lesión que ameritaba entablillar la mano. No fue nada del otro mundo en la vida de un infante ni en la de una madre, aunque sí hubo una escena que me puso en crisis.
En la escuela, la maestra Magdalena, no daba tregua a sus chicos para que ganaran habilidades, entre ellas, la escritura. Y como estábamos en mayo, el examen práctico era evidente: hacerle una postal a mamá.
Con la mano enyesada no había trazo que me saliera bien, pero aquella educadora, capaz de enseñar con solo mirarte, me demostró que se podía. Y las letras salieron con el mismo amor que las lágrimas de quien las recibió.
Desde entonces, ha sido difícil para mí, juntar letras dedicadas al ser que nos trajo al mundo, a la que siempre guiará nuestros pasos, calmará dolores, dotará a sus semillas de actitudes, la que hace de la sonrisa y las caricias caminos para formar mejores seres humanos.
Junto a ella no importa si las nubes tiñen de gris el cielo ni las abrazadoras temperaturas del verano, tampoco que la noche traiga el contraste de la humedad y su perenne amenaza a los pulmones. Con ella al lado hasta la fiebre y el asma tienden a calmarse.
Esté presente o no, la madre es luz, alegría, ternura, vitalidad. Es la flor bañada por el rocío matinal, el paisaje que nos deleita cada vez que la miramos, la sabiduría traspasada a nuestros corazones y sentimientos.
brmh